Hoy más que nunca, Estados Unidos y Europa enfrentan el colapso de sus capacidades para atender a la creciente población migrante. Ciudades saturadas, servicios públicos desbordados y presupuestos agrietados han encendido las alarmas. Pero mientras los políticos se enfocan en contener las consecuencias, pocos quieren hablar de las causas. Y estas, aunque incómodas, son imposibles de ignorar.
El costo de la indiferencia
La migración masiva no es un fenómeno azaroso. Es la consecuencia directa del empobrecimiento sistemático al que han sido sometidos muchos pueblos del sur global. Países ricos en recursos, pero pobres en justicia social. Lugares donde el trabajo no basta, la salud es un lujo, y la educación es privilegio. En esos espacios, miles sueñan con migrar no por ambición, sino por supervivencia.
Canciones como “Los ranchos de cartón” y “Perdóname, tío Juan”, de Los Guaraguaos, retratan esa desesperanza. Allí no hay futuro; solo resignación. No es raro que en esos contextos se vea en la migración la única salida.
Donald Trump: síntoma y combustible
Donald Trump, fiel a su estilo directo, ha calificado a estos países como "un asco", culpando a sus líderes corruptos. Y aunque en parte tiene razón, olvida algo fundamental: muchos de esos gobiernos corruptos han sido promovidos o tolerados por las élites estadounidenses, cuando no directamente impuestos a través de golpes de Estado.
Desde Jacobo Árbenz en Guatemala, Salvador Allende en Chile, hasta Juan Bosch en República Dominicana, decenas de presidentes progresistas fueron depuestos por defender los intereses de sus pueblos. A cambio, llegaron dictadores al servicio de agendas extranjeras y de corporaciones transnacionales.
Saqueo económico legalizado
Con la complicidad de instituciones como el FMI, el Banco Mundial y organismos comerciales internacionales, se impusieron modelos de dependencia. Las transnacionales se adueñaron de los recursos naturales, tomaron préstamos locales, luego quebraron y dejaron al Estado endeudado. Mientras tanto, los productos terminados regresaban a esos países a precios imposibles.
John Perkins lo explica magistralmente en su libro “Confesiones de un sicario económico”, donde narra cómo estas estructuras financieras fueron diseñadas no para ayudar al desarrollo, sino para perpetuar la dependencia y el control económico.
Guerra, hambre y éxodo
Si un gobierno se niega a jugar este juego, le esperan sanciones, bloqueos, guerras o campañas de desinformación. Cuba, Venezuela, Libia, Irak, Afganistán, Yemen y ahora Palestina son ejemplos vivos de lo que ocurre cuando se intenta resistir.
Así, millones han abandonado sus tierras. No porque quieran, sino porque no pueden quedarse. En muchos casos, lo que ocurre no es migración, es desplazamiento forzado, provocado por políticas extranjeras y guerras que nunca fueron suyas.
Hipocresía en el centro del poder
Ahora, las mismas potencias que sembraron caos en nombre del “progreso” y la “libertad” se ven desbordadas por las olas migratorias que ellos mismos ayudaron a generar. Denuncian a los migrantes como criminales o indeseables, sin asumir la responsabilidad histórica que les corresponde.
Trump, cuya madre y esposa también fueron inmigrantes, debería mirar hacia atrás y reconocer que nadie deja su país por gusto. Mucho menos en masa. La migración forzada no se resuelve con muros ni discursos incendiarios, sino con una revisión profunda del modelo global de dominación económica, política y cultural.
¿Y ahora qué?
Si realmente se quiere frenar la migración, es indispensable transformar las condiciones de origen. Eso requiere dejar de ver a América Latina, África y partes de Asia como reservas de recursos baratos y mano de obra desechable. Requiere respeto, cooperación justa y el fin del intervencionismo encubierto.
En resumen, la migración es un espejo. Refleja décadas —o siglos— de injusticia. Y en él, Occidente debe verse si quiere comprender por qué el mundo se mueve.
No hay comentarios:
Publicar un comentario